El menú perfecto

De vez en cuando apetece escribir un post que resuma las experiencias vividas, que permita hacer memoria y regocijarse en los buenos momentos pasados. Lo típico es hacerlo cuando acaba un año (no estuvo nada mal 2012, ahora que lo repaso). Pero cualquier excusa es buena. Hoy, por ejemplo, tengo ganas de recordar lo mejor de lo que he podido probar en este año de restaurantes chilenos.

No están todos los que son, claro. Falta la excelente entraña del Cívico o el lomo vetado del Ox; el magnífico sashimi del Hanzo; el sabrosísimo anticucho de corazón de la Esquina de Dioses. Pero quiero recordar platos en los que la mano del cocinero es decisiva. Tampoco están algunas de las delicias de Ciro Watanabe en su Osaka o esos platos del mar de Xabier Zabala en Infante 51. Pero no siempre tengo la cámara a punto y me parece que este post requiere necesariamente imágenes...

Así que empecemos con ese imaginario menú degustación perfecto. Un menú diez con diez platos (en Chile diríamos un menú siete en siete tiempos: hay que ver cuánto varía el castellano a ambos lados del Atlántico). Las entradas abrirían con las espectaculares alcachofas con picorocos y yema de huevo de Sergio Barroso en el Alegre de Valparaíso. Para seguir con el raviole solar de Ambrosía, esa pasta rellena de sabor e intensidad que prepara Carolina Bazán: ricotta, grana padanno, yema de huevo, salsa cítrica.

Abusaríamos del huevo en este menú, se nota que es una de mis debilidades. Porque vienen dos platos de huevo para continuar con las entradas. Mathieu Michel preparaba durante su breve estancia en el Cumarú un delicioso huevo pochado, que presentaba sobre espinacas, con cebolla caramelizada, unas finísimas láminas de lomo de wagyu en lo alto, la sutil presencia de la trufa. Más tradicional pero no menos sabroso, el uovo del purgatorio que ofrece Ennio Carota en Pastamore: el tomate, la crema, el parmiggiano, de nuevo el aceite de trufa...

Llega el turno de los pescados, y aquí recurro a dos maestros que lo bordan, que le dan ese punto exacto, la carne blanca y brillante que se deshace a la mínima presión de la pala. Es soberbio el congrio en salsa de locos de mi chef favorito, Tomás Olivera, en su Casamar. Como sublime es el pescado de roca - que puede ser vieja, rollizo, cabrilla o lo que ese día se pesque en las aguas de Valpo - con puré de porotos pallares, emulsión de ají amarillo con un toque cítrico de Manuel Subercaseux, en el porteño Espíritu Santo.

El capítulo de carnes lo inaugura la moderna interpretación que en Pailalén hacen del pastel de choclo, manteniendo todo el sabor del tradicional pero dándole una ligereza y elegancia que merece mucho la pena. De la campiña francesa, la codorniz en dos cocciones del Ópera: Frank Dieudonne lo borda con esas patas confitadas y esas pechugas horneadas. Y de los campos de Casablanca, el conejo en cacerola que prepara el equipo del Macerado, un guiso de los de siempre, con la presencia de la chacra en esa reducción de damascos o en los vegetales horneados.

Nunca habría pensado que cerraría un menú perfecto con un postre de un restaurante con tanta presencia de lo japonés como es el Hanzo. Pero es que en este nikkei lo hacen todo bien, hasta lo dulce. La tempura de cheesecake con helado de mango es una auténtica joya.

En fin, que a mí se me ha abierto el hambre. ¿A vosotros no?

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