Una escapada a Londres (iii)

El tercer día arranca como el anterior, copioso desayuno y directos al Underground, aunque las nubes han sustituido al tímido sol de la víspera. Es domingo, el día del Speakers Corner y de Hyde Park; es asimismo el año nuevo chino, con las multitudinarias celebraciones en el Soho y Trafalgar; pero es también el día grande del mercado de Camden Town, y las mujeres mandan: subo al metro con la mosca detrás de la oreja, pensando que pierdo bastante con el cambio.

Llegamos a la estación de Camden, aún temprano, antes que las hordas. Nada más salir de la estación nos adentramos en un enjambre de ropas de baratillo, chucherías y bisutería, digno de feirón de fin de semana en cualquier pueblo gallego: la mosca es ya moscardón. Pero cuando retomamos Camden High Street, en apenas unos metros el panorama mejora sustancialmente: de las casas de dos pisos pintadas de fucsia, azulón o malva cuelgan estrambóticos reclamos en sus fachadas, sobre la curiosa oferta de tiendas que van desde la ropa gótica o sado-maso hasta las pelucas o los discos punkies de segunda mano. Además, alrededor, la masa turística se entremezcla con una tribu a la altura de las tiendas (lástima de mi timidez para las fotos a desconocidos, especialmente cuando llevan negras botas con tachuelas, vestimenta militar, una cresta roja de más de treinta centímetros y al menos una docena de piercings en el rostro).

Camden Market
Por fin, aparece Camden Lock, el meollo de la cuestión. Para mí, nada sospechoso de disfrutar en los mercados, supuso un deleite para los sentidos. Para la vista, por cómo se han reaprovechado las antiguas casas y almacenes de ladrillo marrón junto al canal, sus recovecos y túneles, para construir – no sé si es el verbo – el mercado; por cómo todos los colores saltan entre ropa y antigüedades, entre alfombras y carteles, entre negros, orientales, indios y europeos; por cómo el viejo ladrillo convive con asombrosas arañas de cristal colgadas en los techos de los túneles. Para el oído, que pasa en unos metros de disfrutar con la música de cítara en la tienda de especias al atronador punk del puesto de discos; que se confunde precipitándose continuamente del portugués al mandarín, del indio al alemán, del español de Madrid al de Perú, del inglés a no sé qué lengua árabe. Para el olfato, que a las once de la mañana no sabe si quedarse con los efluvios de incienso, con la esencia de la especiada comida india, con un no-sé-qué-exactamente marroquí que huele de vicio, con la enchilada o con la megapaella que se prepara en uno de los patios descubiertos. Hace ya tiempo que la mosca ha desaparecido.

De vuelta al centro, nos dedicamos a recorrer las animadas callejuelas del Soho atentos al parade de los dragones en la celebración del año nuevo. En el entorno de Gerrard Street la marabunta nos engulle, pero tenemos la suerte de ver pasar la danza muy cerca, entre la multitud de cabezas. Nos alejamos como podemos hacia destinos más tranquilos, planeando regresar por la tarde a la sesión de fuegos artificiales.


Albariño en Fortnum and MasonRecorremos la señorial Piccadilly hasta Bond St y St James’s St: es curioso cómo un mismo sitio puede presentar tan distintos aspectos según triunfe la luz del sol o la de los neones. Entre las tiendas, poco aptas para bolsillos normales, nos llama la atención la botella de Albariño que luce orgullosa en el escaparate de Fortnum & Mason, con la enseña del prestigioso establecimiento. Bajando por St James’s St llegamos al palacio del mismo nombre y, enseguida, por The Mall y St James’s Park, a Buckingham Palace.

Demasiados palacios para un estómago vacío, así que toca comer una Sunday Meal en el pub de la esquina, cual genuinos londinenses. Pues nada, alegría pal cuerpo: bacon, salchichas, huevos, chips, tomate asado y beans. Y una pinta, claro.

Con el estómago lleno, repetimos la primera parte del paseo de la primera noche, para admirar a plena luz del día la abadía y el palacio de Westminster, la perspectiva de la orilla norte desde la Southbank. Son casi las cinco, así que cruzamos por el Hungerford Bridge y llegamos a Leicester Square a tiempo para ver cómo la muchedumbre admira los fuegos que ponen fin a las celebraciones del año nuevo chino. Tras lo cual toca un merecido descanso en el hotel, antes del itinerario nocturno.


Ya de noche, decidimos recorrer el Bankside, desde el Blackfriars Bridge hasta Southwark y el Tower Bridge. Se trata de un paseo marcado por la cúpula iluminada de la catedral de St Paul, por el skyline de la City que se intuye allá, al otro lado, y, cómo no, por el puente de la Torre de Londres: es muy probable que fuera un gran acierto hacer este recorrido de noche. Al llegar a Borough High St nos adentramos en el corazón del barrio de Southwark, visitando históricos pubs en callejones sin salida, aunque están cerrados en domingo por la noche.

De vuelta al paseo fluvial, cenamos en un italiano sin mayor historia – no fue una mala cena, ni mucho menos, pero tampoco memorable – en lo gastronómico, pero el Strada tenía un inmenso ventanal desde el suelo hasta el altísimo techo que ofrecía, para acompañar a los tagliatelle, una inmejorable panorámica del Tower Bridge, imponente sobre el Támesis. Tower Bridge que, por supuesto, cruzamos hasta la orilla norte, poniendo fin a la que fue, probablemente, la mejor de las cuatro jornadas en la capital inglesa.

Saint Pauls Cathedral Tower Bridge

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