Eso es lo que me paso en la reciente visita al Pablo Gallego [Pza. María Pita 11B, 981.208888, Ver en Tagzania].El restaurante es pequeño - apenas una decena de mesas -, con imponentes paredes de piedra en línea con el entorno histórico en que se asienta. Sin embargo, se respira un cierto ambiente a burguesía decadente, muy coruñesa ella: desde la mesa con la media docena de cincuentonas que no dejan de hablar de green-fees, birdies y caddies hasta las parejas y cuartetos con demasiado sesgo posh para pasar desapercibidos.
Pero bueno, entre mirada y mirada, entre sonrisa y sonrisa, puede uno deslizarse hacia la carta, que aporta su dosis de sugerencias de temporada, por las cuales nos decantamos. Tras un aperitivo intrascendente - ni me acuerdo; hace ya un par de semanas -, el entrante fue un plato de vieiras con centollo. El txangurro, sabroso, no estaba a la altura de las excelentes vieiras, aunque en conjunto el plato era notable. Lástima del lamentable pan que nos acompañó toda la noche: parecía sacado del supermercado de la esquina, de esas bollas que viene envueltas en un plástico con agujeritos.

Los segundos probablemente superaron el notable alto. Por mi parte, un buen lomo de ventresca de atún rojo marinado en tandoori, muy poco hecho en la plancha y acompañado por un salteado de arroz. Para mi mujer, la sencillez que merece el mero: a la plancha, en su punto, con unas patatas cocidas.

También luces y sombras en los postres. Normalita la milhoja de dos chocolates con granizado de café; magnífico el helado de queso con membrillo y teja de almendra.
Y, en fin, también sombra al final: con dos cafés, una caña y media botella de La Val, 92 €. Siendo en términos generales bastante o muy buena la comida, creo que por ese precio no debes salir con la sensación de que algo podía haber ido mejor. Al menos, existen otros lugares en la ciudad en que eso no ocurre.

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