Esa tapa inolvidable

Estaba el recuerdo como adormecido en mi subconsciente. Estaba ahí, sí; sin embargo, no se manifestaba. Han pasado cinco años, pero tal experiencia nunca puede desvanecerse del todo. Y, de repente, hoy ha despertado.

En La Casa de la Moneda, muy cerquita del Guadalquivir, hay una de esas tabernas que uno se espera encontrar en Sevilla: antiguas, de techos altos, con suelo de madera, carteles taurinos en las paredes y pizarras que glosan las delicias que esperan tras la barra.

Claro, uno va por allí y pide su tapa o su ración de jamón o de pescaditos, su fino o su caña. Pero, como no puede ser de otra manera, le queda grabada esa tapa especial. Y, también claro, no le queda otro remedio que acercarse deprisa y corriendo el último día de su viaje, porque no puede volverse a casa sin probarla.

De nuevo en el mismo escenario. Afrontas al camarero, valiente, heroico, superando ese sentir mitad vergüenza torera, mitad miedo al ridículo. El camarero levanta la vista y te mira. Callas. Balbuceas. Y, finalmente te atreves, susurras "un montadito de anchoa con leche condensada, por favor..."

La respuesta es demoledora: "¿Seguro?".

Tiemblas. Dudas. Asientes (nunca había pensado que se pudiera tartamudear con un gesto). Y te retiras a tu taburete junto al barril que hace de mesa y tu caña. Lo peor ha pasado: basta con mirar hacia otra parte cuando el camarero arroja el montadito sobre el barril.

Visto en perspectiva, el montadito, la tapa no era ni mucho menos memorable. Pero el poder contarlo, ¿eh...?

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