Colchagua on the road

Avanzamos a buena velocidad rumbo a Marchihue por las largas rectas que atraviesan el valle desde la cordillera hasta el Pacífico. Aprieta el calor, más de treinta grados, y el sol navideño brilla sin que lo moleste una sola nube. La música suena alta. Hace tiempo que quedó atrás el tramo en que la vía del Tren del Vino circula paralela a la carretera, languideciendo abandonada desde que el terremoto de hace un par de años la dejara fuera de combate. La hierba oculta ya buena parte del recorrido, los puentes de hierro suplican no terminar también devorados por la vegetación. En ese momento me viene a la cabeza el recorrido que tuve oportunidad de hacer por el Ribeiro el año pasado, también en pleno verano y con mucho calor. El título para el post surge inmediatamente: Colchagua on the road.

Dos días en Colchagua dan para mucho. Por ejemplo, para pasear por Apalta, el terroir de más renombre del valle. Allí, Aurelio Montes fue de los primeros en dejar el llano y plantar en las laderas de los cerros que filtran los vientos del norte. Dicen que lo consideraban un loco por ello, y de ahí que uno de sus vinos ícono se llame Montes Folly.

Muy cerquita de Montes, Lapostolle invirtió cuatro años en crear la impresionante bodega que alberga la producción de su línea más alta: Clos Apalta. Son seis alturas, cuatro de ellas bajo la tierra granítica, que permiten un manejo íntegro del vino por gravedad. Apenas 60.000 botellas, que envejecen en su segundo año en la impresionante sala de barricas elíptica que ocupa el nivel más profundo y da paso a la asombrosa cava particular de los propietarios.

Del otro lado del río Tinguiririca, en los llanos junto a Santa Cruz, se levanta otra de las bodegas señeras de Colchagua: Viu Manent. Desde un punto de vista turístico, ofrece la experiencia más completa, incluyendo un paseo en carruaje entre sus más de 200 hectáreas de viñedo y con un restaurante al aire libre, Rayuela, de muy buen nivel. Las chuletas de cordero a la parrilla acompañadas por el Malbec Gran Reserva resultaron un tándem fantástico.

Pero no solo las grandes bodegas de producciones millonarias tienen espacio en Colchagua. Afortunadamente, proyectos de dimensión humana, en los que la pasión por el vino prima sobre lo estrictamente empresarial, se van abriendo paso. Esa pasión por el vino fue la que nos hizo disfrutar de lo lindo de nuestra visita a Polkura, en Marchihue, apenas a 30 Km del océano.

Son apenas doce hectáreas plantadas en el cerro Polkura (que significa piedra amarilla), casi todas de una syrah que luce espléndida, con una boca mucho más compleja que sus compañeras de las zonas más frías del norte. Con Claudio, el enólogo, recorrimos las lomas del cerro, repasando las diferentes orientaciones de los cuarteles, que explican mucho el resultado en la botella. Catamos el espléndido Polkura 2010 y nos dimos el lujo de probar directamente de la barrica cómo evoluciona el 2011. Pero, sobre todo, disfrutamos con la muestra de barrica del Polkura G+I, proveniente de los cuarteles así denominados, con orientación al sur y que dan una syrah simplemente maravillosa.

En fin, podría extenderme párrafos y más párrafos, pero prefiero sintetizar en las dos sensaciones que mejor resumen las 48 horas en Colchagua. Una se expresa en la vista: el delicioso contraste entre el verde intenso de la viña y el blanco de la nieve que todavía corona los Andes, pese a estar el verano ya llegado.

Y la otra, el vino, en el olfato y el gusto. Por supuesto, me cautivaron los syrah de Polkura. Pero también el sedoso y elegante Purple Angel, el Carmenere de gama alta de Montes. Me sorprendió el varietal de Petit Verdot que hace Laura Hartwig, otra bodega de dimensiones razonables. Y me gustaron los Malbec de Viu Manent. Apenas en unas líneas, la versatilidad del Valle de Colchagua de manifiesto...

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