Casa Solla una vez más

Cada vez que entro en esa sala – luminosa, abierta, blanca, elegante – esbozo inconscientemente una amplia sonrisa, porque sé que en las siguientes horas va a pasar lo que voy buscando que pase cada vez que visito un restaurante de nivel: me sentiré bien tratado, me divertiré, tomaré buenos vinos y, por supuesto, comeré de maravilla. Media docena de blogastrónomos nos juntamos este sábado para disfrutar, una vez más, de una comida en Casa Solla.

Mar, minimalismo y excelente técnica podría ser el resumen del largo degustación que tomamos. Una sucesión de platos con preparaciones sencillas – y por ello muy complejas – que una vez tras otra cedían el protagonismo al producto, a su sabor, a su textura. (Una vez escrito lo anterior, me encuentro la siguiente descripción del menú gourmet en la web del restaurante: “el menú del producto y la técnica […] por encima de todo producto y la técnica a su servicio […] y, como es mi costumbre, sobre todo mar”. Está claro que Pepe Solla es capaz de transmitir sus ideas al comensal con nitidez).

Arrancamos con unos divertimentos a modo de aperitivo: variaciones de pan con aceite, un mojito helado, deliciosas cebollas encurtidas; luego, el toque oriental con el cebiche de pez mantequilla y nori y el niguiri crujiente de cabracho; para cerrar, de vuelta a Galicia con la croqueta cremosa de mejillón, muy similar a la de gambas de nuestra última visita, quizás lo menos destacado de todo lo que tomamos.

Aparecen los primeros y el nivel se eleva. La navaja y trigueros con fondo cítrico recrea un juego habitual en Casa Solla, que antecede a la sorpresa del día: ¡mújel! marinado con tomate y guacamole. Sí, mújel, pescado en las rocas de la ría, no en el puerto, claro. Y estaba delicioso, suavidad pura: ¡quién lo diría! Después llegó el primer pódium de la tarde, una boloñesa de calamar, en la que el cefalópodo jugaba el rol de tallarín para un equilibrio excelente.

Seguimos con un homenaje a la patata gallega, presentada en cuatro pequeños bocados que dan buena fé de la versatilidad de un producto de la tierra al que quizás no le damos la importancia que tiene, dejándola en un segundo plano, siempre de acompañante. Y más homenajes, esta vez a los cincuenta años del restaurante, con una actualización de la tradicional tortilla de camarones, que presenta aparte las cabezas tostadas y crujientes de los bichillos.

Y continúa el crescendo cuando llegamos a los principales, que arrancan con los otros dos podiums. A la perfección habitual en la preparación de la merluza, se une en esta ocasión una guarnición de lujo: los excepcionales guisantes lágrima (el caviar vegetal, merecedor de su nombre), pil pil de sus vainas y jugo de jamón. Un mar y tierra de libro al que sigue otro del mismo nivel: bogavante, espinacas, garbanzos y su caldo. Rematamos el salado con un sutil tartar de solomillo, presentado en tres bocados con tres panes, tres hojas y tres mostazas.

El queso del país con los dulces (membrillo y mermelada de kiwi) sirve de antesala a los postres. Una particular piña colada retoma el juego que abría el mojito al inicio del menú. Luego, un after eight en blanco y cierra – de nuevo el crescendo – la torrija al caramelo. Aún quedaban los chocolates que acompañaron al café.

Mención especial merecen los vinos con los que acompañamos toda la comida. Como éramos seis, pudimos probar varias botellas que Pepe iba trayendo a medida que avanzábamos con los platos. Empezamos con champán, un André Clouet Grand Cru, que dio paso a un Riesling de gran nivel: Fritz Haag GC 08. El blanco gallego demostró lo bien que pueden envejecer los albariños cuando están bien hechos; no había más que mirar el intenso dorado oscuro del Contraaparede 2005 para saber que iba a estar estupendo. Para acabar los blancos, un chardonnay de Borgoña, Chablis 2007 de Jean-Claude Bessin. A la altura del bogavante llegó la estrella de la tarde, que venía de bien cerca: de Monterrei, el excelso Sousón 2007 de Quinta da Muradella, del maestro José Luis Mateo. En los postres, nos volvimos a la riesling: Burklin Wolf Rechbachel, vendimia tardía del 98, un lujito para rematar.

En fin, a estas alturas de la película creo que es innecesaria una conclusión, ¿verdad?

El precio del menú degustación largo en Casa Solla es de 85 euros.

[Casa Solla / Avda. Sineiro 7, Poio (Pontevedra) / 986.872884 / Ubicación]

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